Hace ya varias semanas que he estado reflexionando sobre mi manera de alimentarme en relación a mi proceso migratorio. Para quienes no me conocen, les cuento un poco sobre esto. Soy colombiana y vivo en Barcelona, España hace 4 años. El motivo de mi viaje fue venir a estudiar una maestría en Psicoterapia Integradora. No obstante, en realidad yo ya
tenía planeado quedarme a vivir aquí, pues las oportunidades de desarrollarme profesionalmente en mi país eran escasas y comenzar vida en otro país me motivaba. Para ese entonces, yo me encontraba en una etapa en la cual la comida ocupaba un eje central en mi vida. Esto comenzó a ser así no sólo por querer adelgazar sino también por mejorar mi condición de salud.
Presentaba unos cuadros sintomatológicos que me preocupaban, y guiada bajo médicos funcionales, decidí cambiar mis hábitos alimenticios. Las recomendaciones médicas consistían en eliminar de la dieta el gluten, los lácteos, el azúcar y endulzantes artificiales, los aceites refinados, los zumos de fruta y todo lo que estuviese elaborado con harinas, es decir panes, pastas, pasteles, entre otros. Mi alimentación se basaba, entonces, en proteína animal o vegetal, en grasas buenas como el aguacate, aceites prensados en frío, semillas y frutos secos, y en poca cantidad de carbohidratos complejos, priorizando las verduras, y frutas de bajo índice glucémico.
Ahora, no vale la pena contar la historia de lo que comía o no y de mis conductas alimentarias sin hablar de la implicación psicoemocional que eso generaba en mí. Estar introducida en una sociedad que diariamente no come como mis nuevos requerimientos nutricionales demandaban me colocaba en un estado de alerta, obsesión, preocupación y nerviosismo. Y si bien, este tipo de alimentación me ayudó a equilibrar mis hormonas y a recuperar la energía que sentía había perdido, yo pagaba el precio de un malestar al borde del trastorno alimentario.
No obstante, como desde pequeña me ha gustado cocinar, y desde los 19 años comencé a vivir sola y a encargarme de preparar mi comida todos los días, asumí el nuevo reto con pasión. Así que este cambio en mi alimentación abrió un nuevo espectro de posibilidades para crear recetas con nuevos ingredientes y me fascinaba. De hecho cuando yo tenía el control de lo que comía, en mi cocina, era cuando más cómoda me sentía, pues así me aseguraba de estar cumpliendo con las reglas que regían mi nutrición en ese momento.
Puedo decir entonces que si bien durante en esa etapa de mi vida se despertó un malestar asociado al comer, también se despertó un deseo por hacer de los platos sanos unos que también fueran placenteros y satisfactorios. Comer para lo que yo en ese entonces llamaba saludable no tenía por qué ser aburrido y, de hecho, al contrario, ese cambio llegó a estimular mi creatividad culinaria y mi autocuidado. Yo sentía que por medio de la cocina y el alimento le daba a mi cuerpo medicina y cariño, yo buscaba sanarme. No obstante, esto no fue suficiente para recuperar mi salud hormonal.
Más adelante, cuando viajé a España, me vi enfrentada a un nuevo reto no sólo por verme enfrentada a una readaptación de mi vida en otro lugar sino también a comer y cocinar diferente, pues la oferta alimentaria cambia según la cultura. Además, si bien me despertaba angustia comer fuera de casa cuando vivía en Colombia, ahora en España me sentía doblemente fuera de casa. Sin embargo, aquí encontré mayor cantidad de opciones que se adaptaban a mis etiquetas: en los supermercados y en los restaurantes cuentan con mayor variedad de preparaciones que se adaptan para quienes no toleran o son alérgicos a ciertos componentes alimenticios. Esto fue de gran ayuda, el malestar disminuía y mi flebilidad se ampliaba.
Asimismo, el cambio cultural influenciaba mi manera de cocinar, pues poco a poco se fue transformando. Al conocer preparaciones catalanas y de otros sitios de España incorporaba elementos y adaptaba a mi estilo de dieta lo que sentía me funcionaba. Un ejemplo de esto son las tortillas de verduras. Cuando estaba en Tarragona en casa de mi prima veía como su marido catalán preparaba tortillas de la verdura que estuviese de temporada, de berenjena, de setas, de espárragos, de alcachofa, etc. Igualmente, al ver que en este país no era sostenible consumir tanto aguacate como lo hacía en colombia, sustituí mi alto consumo de aguacate por otras grasas buenas como las almendras, nueces y pipas.
Más adelante, fui conociendo recetas como la samfaina, las espinacas a la catalana, los mejillones a la marinera, las sardinas a la plancha, el arroz negro. También comencé a comer castañas, calabazas y boniato en el otoño e invierno. Aprendí lo que significa comer de temporada. Pero nunca dejé de lado los ingredientes que me acompañaron desde que nací en Colombia: los plátanos, tanto verdes como maduros, el maíz, sobretodo en las arepas, el queso fresco, los frijoles o alubias rojas, el chicharrón de cerdo, el aguacate, la yuca, el coco, la auyama o calabaza, la lima, los tomates y el cilantro.
Por suerte, en Barcelona es fácil encontrar estos ingredientes gracias a su ubicación geográfica que permite la llegada marítima de los alimentos y productos latinos que aquí no son cultivados ni preparados, respectivamente. Tengo un acceso fácil a los sabores de mi tierra lejana, inclusive sin tener que cocinar, pues en Barcelona hay gran oferta de restaurantes y panaderías colombianas. Cabe decir que soy consciente tanto del privilegio de acceder a ellos como de lo poco sostenible para el medio ambiente que es transportar los alimentos a largas distancias. Por esto mismo, aunque cuente dicha disponibilidad no soy de las que come “colombiano” todos los días. Simplemente mi estilo de alimentación cambió y se adaptó, y de hecho, ha ido cambiando conforme avanzan los años y transcurren las etapas vitales.
Hoy en día puedo decir que tanto mis platos de comida como mi identidad están influenciadas por mi historia de vida y el historial de las comidas que sustentaron mi vida y me acompañaron. A la vez, mis platos de comida representan el presente en el que vivo teniendo en cuenta los ingredientes, los platos y momentos a los que he estado expuesta en Cataluña.
Ahora bien, quiero que lleven su atención a la foto de este artículo. Allí pueden observar una composición de arroz integral (uno de los cereales más cultivados en Colombia y componente de la mayoría de almuerzos y comidas), luego observan la samfaina (una salsa catalana de acompañamiento preparada con verduras de temporada entre el verano y el otoño que contiene cebolla, berenjena, pimiento, tomate), luego un huevo “frito” o más bien, a la plancha (en Colombia la mezcla del huevo con arroz representa una comida de resistencia, lo barato y lo que siempre habrá en la nevera), y al lado un mix de hojas verdes con pipas de girasol (aquí le añado ese toque del legado de comer “saludable” maximizando el consumo de verduras y de grasas buenas).
Cuando me serví este plato pensé, “le falta el banano”, lo cual me transportó a mi infancia al momento en el que veía a mi madre comer algo parecido a lo que aquí llaman “Arroz a la cubana” (arroz, tomate y huevo). Ella ponía en su plato arroz blanco largo con huevo frito, ketchup y un banano. Por ende yo también aprendí a comerlo así. El día de la foto hice mi versión de este plato: con arroz integral, salsa samfaina, huevo a la plancha y el agregado de hojas verdes y semillas. Después de la foto fui por el banano y no porque me hiciera falta nutricionalmente, sino porque mi corazón y mente me lo pedían. Era una necesidad de recordar esos viejos sabores a madre y a patria.
Es increíble como de un plato tan sencillo puedo concluir que mi identidad está ahí expuesta, mi pasado y mi presente.
Y si se preguntan si el malestar con el que convivía hace algunos años por estas etiquetas y esta necesidad de comer “saludable” para sanarme, pues les cuento que ya me siento un poco más en paz. Ahora ese malestar se ha reducido al mínimo, y creo que es también porque me he permitido flexibilizar mis normas y darme cuenta de que la salud no siempre será perfecta y que no siempre dependerá de lo que coma o no coma, sin reconocer que la calidad de lo que comemos sin duda es un sustento para la salud mental y física. Pero me di cuenta de que de nada vale esa rigidez en los hábitos alimenticios con el fin de alcanzar salud física y mantener un cuerpo delgado si no tengo paz mental. De hecho, después de dos años de vivir aquí en Barcelona y de salirme un poco de mis antiguas normas nutricionales y de entrenamiento físico, recuperé un estado de salud física y mental que nunca bajo la rigidez ni la delgadez logré. Afirmo que no solo importa lo que comes sino cómo lo comes, y quizá esta segunda parte cobra más peso.
Hoy me siento cómoda con la alimentación híbrida y flexible que llevo, sin culpas ni castigos y sobre todo con la consciencia de escuchar las necesidades no solo corporales de hambre o saciedad fisiológica sino las emocionales, que piden alimentar es el corazón. Yo alimento mi corazón con las arepas, los amasijos, los fríjoles, el plátano maduro y el arroz de coco, y cuando más antojo tengo de comida colombiana es cuando más extraño a mi país, cuando se activa de nuevo el duelo migratorio.
Para finalizar, puedo decir que no solo la comida puede que nos represente a nivel comunitario y cultural sino que representa a cada individuo por separado, junto con su historia de vida legítima y auténtica. Afirmo también que la comida es un recurso psicoemocional que nos puede ayudar a regular ciertos estados de ánimo, al fin y al cabo establecemos un vínculo emocional con ella que nos atraviesa y nos permite reconocernos una y otra vez.
Muy bonito este artículo, Pamela. Muchas gracias por compartirlo.